Veamos como puede ser el ambiente de trabajo del hombre del siglo XXI:
Trabaja para una corporación transnacional con sede en otra parte del mundo. Planea en equipo con un japonés, un ruso y un canadiense. Ejecuta programas con sus compatriotas mezclados con extranjeros, aquí o a diez mil kilómetros de su hogar. Egresó de una carrera que no existía años atrás e hizo su maestría en una universidad que sólo conoció virtualmente.Habla tres idiomas en las teleconferencias de la empresa y consulta una docena de publicaciones en la red para conocer las costumbres de consumidores lejanos y el potencial de los proveedores de materias primas en tres continentes.
Este hombre, ya conoce los cambios dramáticos propiciados por innovaciones tecnológicas: en el siglo XV, con la invención de la imprenta de tipos móviles, la impresión masiva de libros liberó al maestro y a sus alumnos de la lentitud de los copistas, de la escasez de libros. El conocimiento se expandió en forma masiva y a velocidad creciente.
En el siglo XVII, la invención de la máquina detonó la Revolución Industrial. En lo sucesivo, el trabajo del hombre ya no tendría el límite de su fatiga ni la demanda raquítica del vecino. Con máquinas y herramientas incansables, con una producción a gran escala, fue necesario generar un mercado, crear necesidades. Surgió una nueva civilización que tenía por eje la publicidad y una mercadotecnia incipiente.
A horcajadas entre los siglos XX y XXI, la humanidad cumplió otro ciclo histórico con los avances portentosos de la tecnología de la información. Su poder torrencial, su increíble velocidad y su casi omnipresencia, derribó las fronteras del comercio y de la cultura, globalizó los procesos de producción y puso la mayor cantidad de conocimientos de la historia al alcance personal, desde cualquier lugar.
Estos tiempos de cambio, de globalización y competencia internacional demandan un nuevo hombre. No sólo para operar el cambio sino también para dirigirlo y matizarlo con los valores que consolidan un humanismo irrenunciable.
A ese profesionista versátil, cosmopolita y con visión global, ¿quién lo va a educar para el cambio?, ¿con qué herramientas educativas aprenderá?.
Para el hombre ideal del siglo XXI se requiere el educador ideal actualizado y con la misma flexibilidad mental que demandan sus alumnos y su entorno.
Ese maestro de otro siglo, cuya experiencia y disciplina para aprender y su visión entre centurias acrecienta su valor, se enfrenta a escolares que no sólo necesitan poner su visión en las estrellas rutilantes de una nueva civilización; sino pisar firmemente sobre su historia y cultura para no perder su esencia moral en el viaje etéreo a lo desconocido.
Por responsabilidad generacional, por vocación irreductible, por la pasión perenne por aprender que caracteriza al maestro, las herramientas didácticas a su disposición deben ser innovadoras. Sus competencias deben desbordar el aula tradicional para operar en un ambiente de aprendizaje que ya no está limitado por muros, espacios, lenguas o tiempos.
Caracterizan a los procesos educativos de este tiempo nuevo:
El papel protagónico que comparte el maestro con sus alumnos en el proceso de aprendizaje. La revaloración a la baja de los contenidos para privilegiar el aprendizaje de cómo aprender permanentemente y por cuenta propia en cualquier lugar, en cualquier tiempo. La capacidad del nuevo hombre para adaptarse al cambio que afecta al conocimiento, al comercio, a los usos políticos y al trasiego cultural a través de poderosos medios de comunicación.
En fin, el docente innovador requiere herramientas de vanguardia para cumplir su misión milenaria: formar a un hombre para todas las estaciones, ciudadano del mundo, miembro de una civilización global, comprometido con su patria y su comunidad.